Estamos en plena Navidad, esa fecha tan señalada en la que las familias comparten atracones de turrón, villancicos y viejas discusiones. Las calles están llenas de luces, (de bajo consumo, dicen) la televisión anuncia colonias compulsivamente y la maldita música de Cortylandia nos taladra los oídos a los adultos y transforma a los niños en autómatas que buscan desesperadamente el origen de la pegadiza canción.
Como si del flautista de Hamelín se tratara, el Corte Inglés atrae hasta sus fauces a las inocentes criaturas, convirtiéndolas en anuncios andantes. Los niños, esponjas ellos, canturrean “Coooortylandia, cooortylandia, vamos todos a cantar...” y cuando sus padres se preguntan el mejor lugar para comprar los obligatorios regalos navideños, la respuesta aparece en forma de canción, desde la habitación de sus queridos hijos.
A pesar de todo, me gusta la navidad. Las luces de colores, el olor a castañas asadas, los guantes, los gorros y las narices rojas... me encantan. Pero me agotan las aglomeraciones, las compras, el obligatorio (y temporal) espíritu navideño, los mensajes de texto prefabricados, los discos de Raphael... Pero sobre todo, sobre todo, odio al raquítico Papa Noel que cuelgan de todos los balcones hasta el mes de abril.
¡Felices fiestas!