viernes, 17 de diciembre de 2010

La navidad o el dopaje infantil

Estamos en plena Navidad, esa fecha tan señalada en la que las familias comparten atracones de turrón, villancicos y viejas discusiones. Las calles están llenas de luces, (de bajo consumo, dicen) la televisión anuncia colonias compulsivamente y la maldita música de Cortylandia nos taladra los oídos a los adultos y transforma a los niños en autómatas que buscan desesperadamente el origen de la pegadiza canción.

Como si del flautista de Hamelín se tratara, el Corte Inglés atrae hasta sus fauces a las inocentes criaturas, convirtiéndolas en anuncios andantes. Los niños, esponjas ellos, canturrean “Coooortylandia, cooortylandia, vamos todos a cantar...” y cuando sus padres se preguntan el mejor lugar para comprar los obligatorios regalos navideños, la respuesta aparece en forma de canción, desde la habitación de sus queridos hijos.


A pesar de todo, me gusta la navidad. Las luces de colores, el olor a castañas asadas, los guantes, los gorros y las narices rojas... me encantan. Pero me agotan las aglomeraciones, las compras, el obligatorio (y temporal) espíritu navideño, los mensajes de texto prefabricados, los discos de Raphael... Pero sobre todo, sobre todo, odio al raquítico Papa Noel que cuelgan de todos los balcones hasta el mes de abril.


¡Felices fiestas!

domingo, 5 de diciembre de 2010

Expolio sin precedentes permite viaje en el tiempo

Esta mañana me he paseado entre momias egipcias de hace 3.000, 5.000 y hasta 7.000 años. Después de comer he disfrutado de los frisos, metopas y esculturas del Partenón. A la hora del té me encontraba rodeada de los cascos que llevaban los gladiadores romanos del siglo V a.C. Hoy, he estado en el British Museum.

Además de disfrutar muchísimo de este impresionante museo, me ha dado por pensar en la cantidad de obras de arte que se llevaron de recuerdo los ingleses en sus numerosas expediciones. ¿Será este el origen de los souvenirs? Ahora puedes llevarte una pequeña réplica del Big Ben por 2 pound, hace 200 años se llevaban el original y por la cara.
No estamos hablando de pequeños jarrones o figuritas de bronce (que también), estamos hablando del patrimonio y del orgullo de un país.

En Egipto dejaron las pirámides (aunque vacías) y además de sus momias, sarcófagos y monumentales esculturas, se llevaron La Piedra Rosetta, uno de los hallazgos más importante de la historia del arte y el ojito derecho de este museo. Es cierto que fueron las tropas de Napoleón las que inicialmente se apropiaron de la piedra, pero cuando los británicos la recuperaron se tomaron al pie de la letra lo de los 100 años de perdón, aunque ya han pasado más de 200.

De Grecia se llevaron muchas cosas, pero cabe destacar el Partenón. Se llevaron las esculturas, los enormes frisos y las metopas, unos mármoles tallados que adornaban la parte superior de las columnas. A estos mármoles se les conocen como “los marmoles de Elgin” aunque en realidad son los mármoles de Fidias, Elgin sólo es el conde que los robó y se los vendió al British.
Como en el caso del Partenón no tienen a ningún Napoleón al que culpar, optan por repetirte continuamente las grandes ventajas de este traslado. Ventajas para su conservación, para los investigadores, para la historia del arte en general y para los visitantes en particular.

Puede que algunos de estos argumentos sean ciertos. Es posible que muchas obras no se mantuvieran en tan buen estado si hubieran seguido en su lugar de origen, pero con lo mucho que ha avanzado el mundo de las réplicas, podrían quedarse un bonito souvenir y devolver al César, lo que es del César.